Domingo 8 de agosto de 1993. 10 de la mañana.
"Ya pues, apúrense, van a llegar atrasados a la iglesia", grita el papá desde su habitación, ubicada al final de un largo pasillo de la casa de Calama. Es una casa grande, luminosa. Desde su cama se ve el río Loa y las ovejas que salen a pastar.
Esa fue la última vez que escuché la voz de Víctor Arnoldo Molina Olivera, mi papá. Tenía 46 años. Era alto, delgado, lampiño, moreno, hombros flacos, simpático, con sentido social, bueno para el fútbol, trabajólico, maestro chasquilla, mecánico frustrado, inventor de cosas sin utilidad, preocupado del buen vestir, inteligente, ácido cuando quería, a veces burlón, motivador, creador de aventuras, ciego para los riesgos, ocasional carpintero, dueño de un respetable saque en el tenis, predicador en los últimos años, propietario de una letra pequeña y una firma difícil de imitar, amante de la música, no fumaba ni tomaba, bueno para manejar, músico sin futuro, conversador, generoso, amigo de mis amigos, obsesivo con los números y listas. Era eso y mucho más.
Tenía 46 años cuando una anemia aguda se lo llevó. Eso dice el certificado de defunción. Pero la historia es más larga. Murió como consecuencia de un cáncer pulmonar. Luchó casi 3 años. Estaba cansado. Ya no tenía fuerzas.
Esa mañana fuimos a la Escuela Dominical en la Segunda Iglesia Bautista de Calama. Algo obligados, como siempre. La doctrina del papá al respecto era simple y efectiva: "Tienen todos los permisos para salir, pero el domingo van a la iglesia". Yo tenía 17 años. El costo no era tan alto.
La casa quedaba en las afueras de Calama. Llegamos de regreso cerca de las 13:30 horas. Juanita, la entrañable persona que ayudaba a mamá en las labores domésticas, nos recibe llorando. "Se llevaron a Don Víctor al hospital". Papá se estaba bañando y comenzó a perder mucha sangre por donde tenía uno de los tumores.
Mamá parte al hospital. Los hermanos no entendemos mucho. Denisse llama a un amigo para que la lleve al hospital. Yo me quedó en casa con Tania. Nos miramos. Ninguno entiende mucho qué pasa. Aguardamos en silencio. Al rato llega el telefonazo. Papá había muerto en la ambulancia cuando iba camino al hospital.
Me siento en el apoya brazos de un sillón grande, de tres cuerpos, que muchos años después regalé a Remar. Apoyo los codos en los muslos, la cara en las manos y me largo a llorar. Sabía que la muerte de mi papá era una posibilidad. Después de 3 años de pelea con el cáncer, sería iluso no considerarlo. Pero siempre, muy en el fondo, pensé que el milagro llegaría. Las horas siguientes son confusas. No las recuerdo mucho.
Lunes 9 agosto.
Estamos en la iglesia velando al papá. Era muy querido. Mucha gente llega. Y como familia debemos estar ahí. Eso nunca lo he entendido, ni siquiera ahora. Por qué un deudo debe hacerlas de anfitrión y saludar, besar y abrazar a decenas de personas que no conoce. Es agotador. Mucho. Demasiado.
Llegan los compañeros de curso. El saludo de rigor. Recuerdo que estaba tranquilo. No lloraba. Sólo miraba. En las iglesias evangélicas se canta en los servicios (misas o velorios en la jerga católica apostólica romana). Los compañeros del colegio católico no entendían mucho. Después me entero que muchos pensaban que estaba dopado o algo así por lo tranquilo que estaba.
Hay que sacar el cajón porque el entierro será en Antofagasta. Eso lo recuerdo claramente. Era muy pesado. Entre ocho personas lo sacamos. Yo no quería. No tenía ganas. No encontraba necesario participar de ese rito. No me gustan los ritos. Y los adultos, sin entender mucho qué pasaba por la mente de una persona de 17 años, me "animan", me obligan a hacerlo. Tomo el asa y es muy pesado el cajón. Debo hacerlo con las dos manos.
Antes de partir se me acerca un tipo, no sé quién era, de unos 50 años. Me toma de los hombros, me mira y me dice: "Ahora tú eres el hombre de la familia, en tus hombros está la responsabilidad de cuidar a tu mamá y hermanas". Yo escucho y asiento.
Martes 10 de agosto. Antofagasta.
Víctor Molina era muy conocido. Por su trabajo, por su talento para el fútbol, por la iglesia. En fin. Vamos camino al Cementerio Parque San Cristóbal de Antofagasta. Vamos en el auto por la costanera. Miro hacia atrás y veo decenas y decenas de vehículos en el cortejo. Hasta un camión. El cementerio está lleno. Mamá vestía un abrigo rojo. Después la criticarían por ello. Yo usaba un terno de papá y una corbata roja.
Palabras de rigor, despedida de rigor, oración de rigor y muchos abrazos, besos y saludos. A esa altura estaba cansado. Mamá también. Mis hermanas igual. El evento social en que se transforma un funeral ya estaba terminando.
Miércoles 11 agosto. Calama.
Estoy en mi pieza en la casa de Calama. Fui al colegio. Estoy tendido con uniforme. Pantalón gris, camisa blanca, corbata y chaleco verde. La noche cae. La luz de mi dormitorio está apagada. Miro el techo y pienso en todo lo que viene. Es agosto. En diciembre rindo la PAA. Con papá habíamos acordado que iría a estudiar Derecho a Santiago. Qué será de nosotros, pensaba. Vivíamos en una casa que era de una empresa a la que ya no pertenecíamos.Todo era incertidumbre.
Y mamá entra. Creo que por primera vez en días hablo desde el corazón. Con miedo, le pregunto qué haremos, qué pasará con nosotros. Ella nunca trabajó. Me abraza y me dice que no me preocupe, que Dios nos cuida, que nunca nos faltará nada. Y así fue.
Hoy se cumplen 20 años desde la muerte del papá. Su voz ya no la recuerdo. Un par de veces creo haber soñado que converso con él, pero eso no alcanza a constituirse en recuerdos vívidos ni permanentes, son chispazos de algo que fue. A veces me río y lo que sale de mi garganta me recuerda a su risa. Pero es algo vago. Mi letra se parece a la de mamá. Trato de ver en mí qué tengo de Víctor Molina. Quizás la contextura física, pero creo que tengo más de mamá.
En estos 20 años el papá me ha hecho mucha falta. Sus consejos, acompañamiento, palabras y amistad. Sé que hubiéramos sido grandes amigos. Me faltó conversar con él. Conversar cosas de grandes. Conversar de la vida. Recuerdo que descubrí lo seco que era cuando estaba estudiando para Economía y no entendía nada. Me vio complicado y me preguntó qué pasaba. Le dije que no captaba, que todo lo que leía era chino mandarín para mí. Tomó el libro, revisó rápidamente el índice, "mmmmmm", y me explicó todo el libro en una hora. Fue una clase magistral. Lo que nunca le entendí al profesor en un semestre, mi papá me lo explicó en una hora. Y fue ahí cuando supe que mi padre era un tipo brillante.
Conservo grandes enseñanzas de vida de él, que sólo con los años entendí y comprendí. Siempre detesté que los fin de semana me tomara como su asistente personal para todo lo que se le ocurría. Todas nuestras casas tenía un taller. Creo que era lo único que le interesaba de una casa, que tuviera un taller, lo demás eran detalles que quedaban a cargo de la mamá. Con su taller de Calama, donde hasta cabía un auto, era feliz.
No sabía de mecánica, pero abría los motores y yo estaba toda la mañana pasándole herramientas cual arsenalero. Gracias a eso ahora no me asustan las herramientas. Lo mismo con las instalaciones eléctricas. Vamos cambiando enchufes, instalando lámparas, haciendo extensiones, arreglando planchas, lavadoras y aspiradoras. Notable fue cuando abrió su videograbadora Canon porque la pantalla titilaba y según él la arreglaría, pese a no saber nada de electrónica... cuando la cerró le sobraron decenas de piezas (qué hizo, fácil, se compró otra). Por eso no tengo drama en abrir y revisar. A veces resulta, a veces no. O cuando pasé todas mis vacaciones de invierno arriba de un techo porque se le ocurrió que había que cambiarlo y había que hacerlo con nuestras propias manos. Trabajé de 8 a 17 horas durante dos semanas. La paga fueron unos zapatos y unas zapatillas.
Eso quería demostrar. Que las cosas cuestan. Que nada es gratis. Que hay que esforzarse. Que todo se puede conseguir con voluntad y tenacidad. Cuando le decía que no podía, que no entendía, que no sabía...me respondía "si otros pueden, por qué tu no". Por eso me hacía cortar el pasto en la casa de Calama, que tenía un patio y jardín enorme, pese a que la empresa tenía una persona destinada para ello.
- Alexis, hay que cortar el pasto. Anda donde Don Raúl y dile que por favor te preste la máquina de cortar pasto y la orilladora.
Y allá partía yo. "Don Raúl, me podría prestar la máquina y la orilladora por favor, más rato se las traigo".
Tres horas demoraba en cortar todo. Mis amigos jugaban a la pelota y yo figuraba cortando el pasto. "Si puedes hacerlo tú, hazlo, aligerar la pega de los otros no es malo, Don Raúl ha estado toda la mañana en lo mismo, tú eres cabro, no te cansarás", me decía.
Cuando vivíamos en Antofagasta a comienzos de los 80, a papá le decían el "Pato Yáñez" del Curvo. Jugó en los clubes Libertad y Playa Blanca. Era bueno para la pelota. Habilidoso, inteligente para jugar, hacía goles y defendía bien. Un amigo de la familia siempre contaba la misma anécdota para graficar lo bueno que mi papá era para la pelotita. "Desde el fondo sale un centro largo, tu papá estaba defendiendo, comienza a correr de espaldas a la pelota y de repente tiene a los dos delanteros rivales presionándolo, también en busca de la pelota, uno a cada lado. Tu papá gira la cabeza, mira la pelota, vuelve a mirar adelante y acelera....y no preguntes cómo, de espaldas a la pelota, corre la cabeza justo en el momento preciso para que pase la pelota, la para, la domina y comienza a correr más rápido para que los delanteros aceleren. Y de la nada frena en seco, da la media vuelta, los tipos pasan de largo y sale jugando como si nada, con toda tranquilidad....nunca más vi una jugada como esa", relataba.
Y como buen pelotero (le gustaba Everton, nunca entendí por qué), pretendió que su único hijo hombre siguiera sus pasos. Yo nunca fui habilidoso para la pelota. Pero eso no le importó. Decía que con trabajo todo se consigue. Y recuerdo que en Talca, con 8 años, me llevaba a una cancha de pasto a entrenar. Todos los sábados. Pases, repeticiones, piques, centros, remates. Y así fue durante un tiempo. Dándose cuenta que la cosa no funcionaba mucho, que no había futuro, decidió que yo debía ser arquero. Y comenzó a entrenarme para ser portero. Penales, tiros libres, saltos, reflejos, voladas para allá y voladas para allá.
Me salvó la sabiduría materna.
- Víctor, no te das cuenta que a Alexis no le gusta el fútbol -le dijo un día la mamá.
- No sé, nunca me ha dicho nada.
- Te acompaña porque le gusta estar contigo, pero mírale la cara, no le gusta jugar fútbol, no se entretiene como tú.
- Ah.
Así terminó mi incipiente carrera futbolística. Pero el papá no se rindió conmigo, así que en cada ciudad donde vivíamos se buscaba un club amateur y me llevaba los fin de semanas a los partidos, a verlo jugar. Yo le lustraba los botines. Se los dejaba impeque. La paga era una empanada, bebida o cualquiera de las chucherías que venden en las canchas amateurs. La verdad nunca miré los partidos, me aburrían, pero siempre había algo que hacer para entretenerse por allí esperando que los 90 minutos llegaran a su fin. Igual él era feliz con mi "compañía".
Su gusto por la música es un legado en mi vida. Si me sé las canciones de la Nueva Ola, es por su culpa, por esos interminables viajes en auto en que sus cassettes sonaban una y otra vez. También The Beatles. Elvis Presley. Los Iracundos. Queen. De todo. Mucha música. Mucha. Todo el fin de semana sonaba su música. Equipos, parlantes, mezcladoras. Tenía de todo para disfrutar de lo que le gustaba.
Vivíamos en Tocopilla cuando papá se enfermó. Corría 1991. De tanto trabajo, se estresó. Se ahogaba, su cuerpo se paralizaba, sufría ataques de pánico. Varias veces lo trajimos de urgencia en ambulancia a Antofagasta. Llevaba muchos años a un ritmo endemoniado. Su refugio lo encontró en la iglesia. En Dios. Y decidió darse una pausa, descansar y renunció a su trabajo de 18 años. No hubo quién lo convenciera de seguir. Tenía 43 años. Cultivó un huerto en el jardín de la casa de Tocopilla (compró todo lo habido y por haber para que su huerto fuera lindo, productivo, multicolor...creo que esas "obsesiones" son una herencia). Dedicó horas y horas a la iglesia. Y se puso a maestrear como nunca.
De Calama le llegó una muy buena oferta laboral. Pero como no quería trabajar, puso muchas condiciones, algunas casi ridículas, para justificar su negativa. La empresa se las cumplió todas, así que la familia partió a Calama. No trabajó ni dos meses cuando le detectaron cáncer pulmonar. Tres años estuvo luchando. Decenas de viajes, quimioterapias, varias operaciones. Le sacaron un pulmón, pero porfiado como era igual se daba maña para salir a pedalear conmigo en Calama, a 2.800 metros de altura. Hubo una pausa, el cáncer estaba remitido. Fuimos muy felices en esos meses. Pero el cáncer volvió más agresivo que nunca.
Cansado de tanto viaje y tratamiento, decidió dejar todo de lado y esperar en Dios. Un milagro. O que se cumpliese su voluntad. Pasaba muchas horas del día en cama. Yo llegaba del colegio y me iba a su pieza a contarle lo que había aprendido, mostrarle mis pruebas, pedirle que me ayudara con los trabajo o narrarle las anécdotas del curso. Se reía, me acompañaba, pero con un esfuerzo sobrehumano. A veces sólo me miraba.
Han pasado 20 años y lo sigo extrañando. A veces pienso qué pensaría de mí, de lo que soy, qué conversaríamos. Tengo algunas certezas. Seguiríamos peleando porque yo soy de Colo Colo y él de Everton ("lo peor que me podía pasar es tener un hijo colocolino", me decía, aunque afortunadamente alcanzó a ver cuando levantamos la Copa Libertadores en 1991...y lo vi celebrar!!). Me seguiría repitiendo eso de respetar a las mujeres, a tu mamá, tus hermanas (la última vez que me pegó fue por hacer un chiste feo de mis hermanas). Me hablaría sobre tener siempre conciencia social. Sé que los fin de semanas me pediría ayuda para levantar el capó de su auto y arreglar desperfectos inexistentes. Sé que me hablaría mucho de Dios y todo lo que hizo en su vida. Y sé que seguiría esforzándose para que su hijo se convirtiera en un hombre de bien. Espero no haberlo decepcionado.