miércoles, 2 de octubre de 2013

Conversaciones de café

Son las 11:50 de un viernes de septiembre. La mañana está nublada, gris, apagada, a tal punto que te baja el ánimo. Detrás de esa masa grisácea se adivina un sol primaveral, pero la espesura de las nubes sólo permite una claridad tenue. Parece un día de invierno, si no fuera por la agradable temperatura que permite dejar de lado chaquetas y sweaters. Te da esa concesión.
El café queda en una esquina frente a la plaza. Estoy sentado ante a una mesa redonda con superficie de vidrio. Hay una azucarera de loza blanca, un cenicero de vidrio y uno de esos servilleteros de metal que encuentras en locales de comida rápida. Un café cortado doble y una porción de galletas. No hay torta.
A un metro y medio de mi mesa, dos mujeres que bordean la medianía de los 30 conversan sobre la entrevista de trabajo que una de ellas acaba de tener. Tonos negros dominan sus ropas. Ambas usan grandes anteojos oscuros, pese a que no hay sol.
- Gracias por la entrevista, gracias por su tiempo, ahora quedo a la espera de su llamada - dice al teléfono la más joven.
Tras cortar, le comenta a su compañera que "siempre hay que ser agradecida, una nunca sabe". La otra asiente.
Más allá, cuatro mujeres que visten uniforme de dos piezas de color gris con blusa celeste, llegan rápidamente a sentarse. Todas sobrepasan los 40 años. "Ya, yo tengo media hora para ustedes", comenta graciosa una de ellas.
Cuatro cortados chicos y un sándwich partido en cuatro es el pedido al mozo, en medio de bromas sobre dietas, verano, playa y trajes de baño. Al mesero no le queda más que sonreír.
Después de hablar un par de minutos de trabajo, una se lanza contar las gracias de sus hijos. "Ya no me hacen caso, no me pescan, pero es graciosa esa independencia que tienen", dice a la mesa. "Ahora es chistoso porque tus hijos son chicos, pero espérate a que sean adolescentes, ya no te reirás tanto", sale al paso otra.
Y siguiendo con las conversaciones hogareñas, otra comienza a hablar de lo cansada que está con todas las mascotas de su casa. "Ya regalé las tortugas y los gatos, me quedaré con los tres perros nomás, no importa que los niños lloren y mi marido se enoje, si al final soy yo quien se tiene que preocupar de la comida y de limpiar", se queja recibiendo el apoyo inmediato de sus compañeras.
En otra mesa tres gringos toman cerveza como si fueran las cuatro de la tarde de un día de enero. Las Coronas y Sol fluyen como salidas de un manantial. No sé qué hablaran, pero están contentos y relajados, eso es seguro. El mozo se desvive en atenciones,  porque intuye que la propina será generosa.
Cinco mujeres que superan las cinco décadas visten buzos Everlast, zapatillas Nike y cargan carteras con harto dorado. Es el grupo más bullicioso. Están a más de cinco metros de mi mesa, pero escucho claramente que hablan sobre perfumes, ropa y accesorios. “El Calvin Klein cuesta $50 mil, pero yo tengo una conocida que me lo deja a $40 mil, si quieres  me avisas y te hago el contacto”, dice una de ellas, mientras revisa algo en su iPhone 4 con carcasa rosada. “Acá tengo su teléfono, ¿la llamamos ahora?”, pregunta.
Atrás mío se instalan dos tipos para hacer negocios. Uno es joven, el otro mayor. Se nota se hay confianza, cercanía, seguramente ya han hecho transacciones con anterioridad. Chequera sobre la mesa, uno firma un documento tras otro. Después de sellado el acuerdo, comienzan a hablar sobre propiedades, árabes millonarios y excentricidades. A quién no le gusta soñar, me pregunto.  
El reloj marca las 13:30 horas, las nubes se disipan y, como lo suponía, hay un sol esplendoroso. El café lo terminé hace rato. Pago la cuenta, el mesero se demora más de la cuenta en traer el vuelto. Dejo de escribir en el teléfono, me acomodo la camisa, salgo de la pequeña terraza y comienzo a disfrutar de un día de primavera.

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