
El nombre no era muy original. Le puse Teodoro en homenaje a otro perro que tuve cuando niño. Y creo que no me equivoqué, porque fue igual de fiel, amistoso y juguetón.
Teodoro fue mi primer perro. Los de antes eran de la familia. Este era mío. Supuestamente era un pastor alemán, pero con el tiempo creció demasiado. Patas gruesas, una parada poco ortodoxa a los ojos de los exigentes, pelaje y ojos amarillos, daban cuenta que nunca habría ganado un concurso de raza.
Da lo mismo. Aunque me hubieran traído al mejor perro del criadero Vonhausfigs, no lo hubiera cambiado.
Al Teodoro lo crié yo, por él me angustié cuando le daban sus alergias, a él le construí la casa –que nunca ocupó-, por él adopté a la Marieta para que le hiciera compañía, por él nunca quise hacer viajes demasiado largos y por él lloré cuando tuve que tomar la decisión de eutanasiarlo.
Teodoro estuvo cinco años con nosotros y problemas con el hígado y riñón acabaron con su vida. Bajó de peso. Demasiado. Ya no era el perro vigoroso de hace dos o tres años, que me arrastraba cuando lo sacaba a pasear.
Estaba enfermo y cada vez estaba más flaco y débil. Pero nunca perdió las ganas de jugar, de complacerme. Dicen que el perro es el mejor amigo del hombre. Debe ser así.
El lunes Teodoro amaneció mal. Muy mal. No podía moverse. Comió y se acostó. Durante dos horas lo observé por la ventana. El no me veía. Trató de pararse cuatro veces y no pudo. Ni siquiera pudo apoyarse en las patas de adelante.
Pero cuando yo salí a verlo, aguantándose todo el dolor que sentía en ese momento, se paró, tomó su pelota y trató de correr como lo hacía siempre. No lo hacía por él. Lo hacía por mí. Para complacerme, para agradarme, para decirme que estaba contento de verme.
No pudo correr, caminó un par de metros y se cayó. Estaba cansado. Cansado de soportar tanto dolor, de luchar tantos meses, de tratar de ser el mismo de antes pero con un organismo totalmente deteriorado. En ese momento tomé la decisión de aplicarle la eutanasia. Era mi turno ayudarlo. No podía seguir sufriendo.
Lo enterré en el patio de la casa, al fondo, donde él siempre se movió con propiedad. Era su lugar, su terreno. En el hoyo le eché sus dos pelotas, las que siempre lo acompañaron, las que lo obsesionaban, las que nunca quiso compartir.
La última hora estuvo en nuestra cama. Anita y yo le hicimos mucho cariño. Siempre nos costó hacerle cariño. No porque no quisiéramos, sino porque él era demasiado inquieto. No aguantaba más de un minuto quieto, aunque le estuvieran haciendo cariño. Todo lo contrario de Marieta.
Puede ser una tontera, pero creo que muchos me entenderán: con esos ojos tan especiales que tenía, con esa mirada tan particular, creo que nos intentó decir que había dado todo de sí por seguir adelante, pero que ya no podía más.
Lo que las vitaminas, jarabes y medicamentos no pudieron hacer, él lo hizo con voluntad y tolerancia al dolor. “Tu perro es súper valiente”, me decía la doctora cada vez que le daba un pinchazo, que en los últimos meses fueron muchos. Nunca se iba a recuperar. En el mejor de los casos se iba a mantener. Pero no fue así. Su organismo colapsó.
Nunca olvidaré cuando nos inundó el patio (dos veces), cuando se sentaba en el fondo del patio con su pelota en los pies desafiando a que se la quitaran, cuando miraba por el hoyo de la reja esperando un saludo, cuando comía como desesperado –lo que nos obligó a ponerle piedras en el plato-, cuando me rompió mi camisa favorita o cuando corría y corría simplemente porque uno salía al patio. Nunca lo olvidaré...