
No me gusta muchos los homenajes, personalizar situaciones o hablar públicamente de cosas que considero de la vida privada. Pero esta idea la tenía hace tiempo, sólo que no encontraba el momento propicio de hacerlo. Y creo que la hora es hoy.
Ya sé que el Día de la Madre es un invento del comercio y todo eso, pero creo que finalmente cumple el objetivo –no el de gastar lucas y lucas-, sino el de reconocer a las mamás. Bueno, la mía, la Zoila, ya no está. Murió hace cinco años (¿cinco años?, uffff… como pasa el tiempo).
Quería poner una foto de ella. Una en la que apareciéramos juntos. Madre e hijo. Pero no encontré. Y recién caí en la cuenta que nunca me fotografié con ella. Por lo menos en los últimos años. Cuando chico lo hacía obligado por mi papá. Cuando tuve independencia para decidir esas cosas, no lo hice más. Ahora encuentro una tontera negarse a esas cosas. Yo lo hacía. Fui un tonto.
También fui un tonto en no saber aprovechar su sabiduría, templanza, consejos y cariños. Hay días en que la echo de menos. Ahora, más viejo, pienso en que necesito contarle algunas cosas, que me diga lo que debo o no hacer, que me aconseje, me oriente, me consuele…
Como buena madre, siempre estaba allí esperando a que yo me acercara. Y yo no lo hacía. Y cuando lo hacía, era porque estaba en problemas. Y ella no se amargaba por eso. Paciente esperaba. Entregaba la palabra justa, el consejo apropiado, me tranquilizaba y yo seguía mi vida de jovencito despreocupado de todo y todos.
Recuerdo que un semestre en la universidad se me olvidó inscribir los ramos en registro curricular. Faltaban pocas semanas para terminar el semestre y recién me di cuenta. Oficialmente no aparecía en los registros, pese a la asistencia, pruebas y notas. En la práctica, por no haber hecho un trámite, mi semestre no era válido.
Hablé con la jefa de carrera, con la directora de docencia y no me acuerdo con quién más. Hasta llegué a mentir en mi desesperación. Y nada. Todo mal. Ya llevaba como tres día en este peregrinar, angustiado, bajoneado. La Zoila me había preguntado más de una vez qué me pasaba. “Nada”, decía yo.
Hasta que un día no aguanté más. Me acerqué, exploté en llanto y le conté todo. Sin inmutarse, sin desesperarse, me hizo cariño en la cabeza, me abrazo y me dijo que no me preocupara, que habría una solución. Se fue a su pieza, se cambió ropa y salió. Fue a la universidad. En ese entonces vivíamos en Silva Lezaeta, al frente de la UCN.
Llegó al rato, totalmente serena como era ella, y me dijo que fuera a hablar con la jefa de carrera. Llegué allá y estaba todo solucionado. Increíble.
La jefa de carrera me llamó la atención por irresponsable y me mandó a registro curricular. Y listo. ¿Qué le habrá dicho mi mamá? No tengo idea, pero de seguro fue convincente. Se habrá enojado, habrá peleado, habrá sacado las garras… quizás… nunca se lo pregunté y nunca me lo dijo. Así era ella. Bajo perfil, callada, pero decidida, firme y valiente.
Otro recuerdo: mi papá había muerto apenas días atrás y yo estaba en mi pieza, en la hermosa casa de Calama –no es sarcasmo, es verdad-, acostado en la cama, preocupado por lo que se nos venía como familia.
Yo saliendo de cuarto medio, pronto a entrar a la universidad, Denisse ya en la U y Tania a punto de pasar a primero medio. Y viviendo en una casa de la empresa a la que ya no pertenecíamos. Incertidumbre total.
La Zoila entró a mi pieza, me miró y me dijo que no me preocupara, que todo iba a salir bien. “¿Qué vamos a hacer?”, le pregunté. “Tranquilo, Dios nos va a ayudar”, fue su respuesta. Y me abrazó. Yo me puse a llorar. Estaba asustado. Ella me tranquilizó.
Y fue así. Nunca nos faltó nada. No sé cómo lo hizo. Dios la ayudó en todo y todas las cosas. Gracias a su esfuerzo pude salir de la universidad sin ninguna deuda. Gracias a su esfuerzo, Tania pudo estudiar en un buen colegio y entrar a la universidad. Lo mismo Denisse.
Lamentablemente, ahora me vengo a dar cuenta de todo eso. Me arrepiento de no haberla ayudado. No con dinero, porque no tenía, sino con más conversaciones, con más cariño, con más salidas, con más acompañamiento…
Tras la muerte de mi papá, ella se concentró en nosotros tres. Sus hijos eran su vida. Ella no tenía ninguna obligación sobre nosotros, más la que le dictaba su buen criterio y amor. Perfectamente nos pudo haber dicho a Denisse y a mi, “niñitos, ya son mayores de edad, no están las condiciones para que estudien en la universidad, así que a trabajar”… Pero no lo hizo.
Al contrario. Se relegó por nosotros. Incluso durante cuatro años arrendó un casa para que estuviéramos cómodos, para que no perdiéramos la calidad de vida que teníamos. Mi carrera es un logro de los dos, de ella y mío.
Pero ya no está. Dios se la llevó a los 50 años. Ya llevaba 10 años de viudez, había educado a sus hijos, entregado amor a decenas de jóvenes de la iglesia (era como la consejera en las sombras, de todas las iglesias llegaban jóvenes a conversar con ella) y trabajado por el Señor.
Se enfermó. No sé cuanto sufrió. Nunca nos dijo que estaba enferma. Seguro que para no preocuparnos. Fui un tonto en no darme cuenta. Se fue porque ya había cumplido. Se fue porque ya había dado todo. Se fue porque necesitaba descansar. Y ese es el consuelo que tengo hoy, que está bien, junto a Dios, alabando y aprendiendo, que era lo que gustaba hacer. Feliz día mamá….