martes, 7 de enero de 2014
El prontuario
En Ñuñoa la casa quedaba a un par de cuadras de la entonces avenida Macul. Con 9 años y pese a los convulsionados años 80, mamá se sentía segura y nos enviaba a comprar a un supermercado Unimarc, cuando la cadena era propiedad de Frafra Errázuriz.
Siempre me daba una vuelta por el pasillo de juguetes. Era entretenido. Alucinaba con los Playmobil y los autos Majorette y Matchbox. Tomaba los juguetes, los miraba, me imaginaba jugando con ellos y los dejaba en las repisas. Ese era el ritual.
Pero un día todo cambió. Seguramente vestido a los Félix de Los 80 en las primeras temporadas (usé zapatillas North Star, pero tenía unas Spoga que eran lo máximo), estaba mirando los juguetes cuando veo a unos niños mayores, de unos 13 o 14 años. Los autitos estaban en un mostrador que giraba, como esos donde exhiben los lentes. Venían en pequeñas cajas.
Uno de ellos toma un auto y lo esconde bajo el pantalón, a la altura de la entrepierna. El otro hace lo mismo. Los sigo con la mirada y salen del supermercado como si nada, tranquilos, riendo, cero nervio, con un botín preciado para ellos y, desde ese entonces, codiciado por mí. Me habían abierto los ojos. Ya no necesitaba tener los $300 para comprar el Corvette que me gustaba ni el Mustang con "patones".
Seguí yendo al supermercado, pero con la idea incubada, como en Inception. ¿Hay algo más fuerte que una idea en a cabeza de un niño? Compraba el pan, la mantequilla, el papel higiénico y partía al pasillo de juguetes a mirar los autitos. Los tocaba, los apreciaba, los observaba desde distintos ángulos, brillantes, nuevos de paquete, y los dejaba en el mostrador.
Hasta que un día me atreví. Tomé el Corvette, miré a la izquierda, a la derecha, y lo escondí bajo mis pantalones. "No era tan difícil", pensé. Tratando de disimular los nervios, me acerco a la caja registradora y pago la compra. Recibo el vuelto, doy media vuelta y me encamino a la salida. Dejó atrás la línea de cajas y respiro tranquilo. "Lo logré". No fue así. Un guardia se acerca a mí. Me asusto.Espero lo peor.
- ¿Qué llevas ahí?
- ¿Dónde?
- Allí- responde y me indica el pantalón.
- Nada - le digo a todas luces nervioso y con ganas de llorar.
- Ya, acompáñame entonces.
Lo sigo a una pequeña oficina ubicada a un costado del acceso principal del supermercado. Es un lugar oscuro, con persianas en el ventanal, con un escritorio de madera café sobre el que hay muchos papeles, un par de sillas y uno afiches de productos de supermercado.
- Ya, entrégame lo que sacaste- dice directo, seguro, sin dejarme espacio para seguir negando lo innegable.
Me meto la mano en el pantalón y sacó el Majorette. Era un Corvette Rojo. Lindo.
- Voy a llamar a los carabineros para que te lleven preso porque eres un ladrón, lo que acabas de hacer es robar.
Yo lo miro con los ojos llorosos. Estaba destrozado.
- ¿Dónde vives?
- A la vuelta, en Las Encinas con Exequiel Fernández.
- ¿Sabe tu mamá que andas robando?
- No, no sabe, es primera vez que lo hago.
No sé qué cara habré puesto. Tenía miedo genuino. Estaba muy asustado. Pero el rudo guardia se apiadó.
- Ya, ándate a tu casa, pero si te vuelvo a pillar robando, voy a llamar a tu mamá.
- Bueno.
Me di vuelta y me fui corriendo a casa. No miré nunca para atrás. Pensé que alguien me venía siguiendo. Dejé el pan en la mesa y me encerré en mi pieza. Estaba tiritando. En algún momento me imaginé en la cárcel o algo por el estilo.
Por años guardé esta anécdota. Ya en la universidad se la conté a mamá. Ella se rió.
- ¿Me hubiera castigado?
- No creo, te hubiera defendido, porque sé que no eras malo, quizás travieso, torpe, pero no malo.
Qué hubiese pasado si el guardia no me pilla. Habría seguido delinquiendo. Habría conseguido la mejor colección de autitos de la cuadra. Hoy sería un delincuente. No sé. No creo. ¿O sí?
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