
Me gusta escuchar música cuando camino, cuando ando en bicicleta, cuando trabajo y cuando leo. Los minutos se hacen más cortos, te distraes y algunas letras te hacen pensar, otras simplemente disfutrar. Acá, en tres partes, la historia de la música portatil en mi vida. Nada importante, pero siempre es bueno recordar.
El primer reproductor portátil de música que tuve fue un Walkman Sony WM-FX10. Corría 1992 y un amigo tenía uno. Lo vi y de inmediato me gustó, así que me puse a juntar dinero para comprármelo. Costaba 16 mil pesos.
Vivía en Calama y, a decir verdad, la oferta de “personal stereos” no era muy variada. De los que había en tiendas como ABC y Din no me gustaba ninguno. Uno Kioto me llamaba la atención pero costaba 28 mil pesos. Ni en sueños. La verdad sea dicha, ninguno relativamente bueno se ajustaban a mi escuálido presupuesto. Todavía no era el tiempo de las mega multitiendas y las tarjetitas de plástico.
Tras negociar con mi papá, me puse a juntar dinero. Yo tenía que ahorrar 8 mil pesos y él me pondría la otra mitad. La plata la juntaba en un tarro donde venía un traje de baño Maui. Todos los días echaba 100 pesos o lo que pudiera. Lo tenía bien escondido para que mis hermanas no me desfalcaran. Al cabo de un par de semanas reuní el dinero.
El dichoso Walkman se lo encargué a un amigo que viajó a Iquique. En

Tenía música grabada de la radio, más algunos cassettes pirateados y otros originales que me habían regalado. Uno de Enigma y otro de Milli Vanilli (antes del escándalo) sonaban a cada rato. Por esos días me compré “Doble Opuesto” de
El viejo Walkman Sony me acompañó hasta 1994, cuando mi mamá me trajo de México un personal stereo Aiwa. No recuerdo el modelo, pero sí que era mejor que el Sony.
Ecualizaba, podías cambiar de lado con un sólo botón, era más chico y, lo más importante, es que grababa. Traía un micrófono bastante bueno. Yo comenzaba a estudiar periodismo así que era lo que necesitaba.
Continuará...